

Barcelona se parte en dos como se parten las ciudades que no quieren reconocerse del todo: norte y sur, ricos y pobres, separados por esa línea recta que llaman la Diagonal, un corte, una frontera, una cicatriz. Yo, que soy del sur, hoy decido cruzar la línea, jugar a ser otro: me cuelo en uno de esos rituales donde la élite se reconoce a sí misma, se saluda, se huele, se aplaude, y de paso mira tenis.
Tomo el metro, bajo en la estación que, supongo, es la más probable. Camino diecisiete minutos, porque los buses me parecen lentos, demasiada gente que no quiere estar ahí. Llego a la zona norte. No hace falta mirar el mapa: el aire circula mejor, los autos son más ostentosos, los perros más grandes, los rostros más blancos, los cabellos más rubios. Dos mundos separados por el color de la tarjeta de crédito y por esa avenida que funciona como cabina fronteriza. Voy al encuentro con el tenis y con un territorio.
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El fútbol es el deporte más popular del mundo: se juega en cualquier baldío, en cualquier descampado, incluso con una pelota de trapo. El tenis, en cambio, es un deporte que no acepta canchas desvalijadas, pelotas fofas ni raquetas enclenques. Habla el privilegio, un idioma que pocos hablan.
Mi afición por los deportes empezó cuando tenía ocho años. El básquetbol fue mi gran amor. Lo jugué, inventé mis propias estadísticas y me enamoré de Michael Jordan. El idilio terminó cuando entré a la universidad. Pasé varios años de sequía deportiva hasta que llegó el tenis.
Lo descubrí tarde. Tal vez a mis veinte y muchos. La televisión fue la puerta para contemplar los aces, drives, voleas, smashes, dejadas y globos. Con el tiempo también descubrí la perfección, Roger Federer. Los deportes fabrican ídolos perpetuos que se abrazan con una devoción religiosa.
Nunca he tocado una raqueta ni me he parado en una pista, pero encuentro en este juego placer y angustia a partes iguales. Tal vez lo que me atrae es la absurda imagen de dos seres que buscan de forma desesperada que una pelota fluorescente esté en constante vuelo.
¿Por qué nos fascinan tanto los deportes en los que los humanos van detrás de algo redondo-ovalado?
Busco la pista central, la Rafael Nadal. Mi entrada pone “no numerada” me da licencia para sentarme donde quepa. Me arrojo al primer sitio que veo vacío. Hay pocos. Soy descortés. No saludo. Me concentro.
El partido es entre el español Daniel Rincón y el serbio Laslo Djere. En el tenis, también, los aficionados son patrióticos.
Me incorporo rápido a la coreografía sincronizada del meneo de cabezas, de izquierda a derecha o de derecha a izquierda. Equivocar el ritmo es inadmisible y sancionable. La pelota es la directora de orquesta.
Esta sincronía que ya quisiera tener el Ballet de Bolshoi viene acompañada de coros. Los alaridos de ¡Oh!, ¡Ah! marcan los estados de ánimo del público. Entre más se alargue la sílaba, más perdura y se siente la alegría o la desolación.
Cada cierto tiempo el público contiene la respiración. La tensión se instala en los ojos, manos y garganta. La emoción se mide por la intensidad del ritmo cardiaco. Se acelera con los aplausos y el golpeteo intencionado de los zapatos con las gradas metálicas. El sonido es el de mil cacerolas viejas golpeándose unas con otras. El silencio acontece cuando la pelota vuela.
Los jóvenes socios del club han dejado el uniforme del colegio privado y lo han remplazado por un traje de gris ligero. Patrullan las gradas. Sientan a los que la alteran con su cuerpo la liturgia. Cuando está un punto en juego nadie debe salir de su asiento. Si eso ocurre se ponen nerviosos. Vaticinan la mirada acusadora del juez de silla.
—Si us plau. Por favor. Please.
Dice el juez al público. Otorga a cada idioma un tono teatral.
Hay dos clases de aficionados: los móviles y los inmóviles. Los primeros son libres. Vagan, buscan ángulos, hot dogs, compañía. Los segundos —yo entre ellos— no se despegan del asiento por miedo a perder el ángulo perfecto.
Los niños se pierden entre el gentío. Algunos lloran por la imprecisión del espacio, esa angustia de no saber dónde están sus progenitores, otros, en cambio lucen felices por sentirse libres de la mirada paterna. Las gradas son guardería y laberinto.
Un hombre de canas gruesas y mejillas hundidas, lleva tres horas sin moverse de su asiento. Los que se mueven son los de su alrededor que van pasando como pidiendo audiencia. Especulo sobre su oficio. Podría ser un bróker, un diseñador o tal vez un publicista. Él está expectante por aquello que vienen a decirle, pero una vez que abre la boca, la conversación trae risas y susurros.
No sé si este temple le daría para contemplar inmóvil lo que ha sido hasta ahora el partido más largo de la historia. Fue entre el estadounidense John Isner y el francés Nicolas Mahut en Wimbledon, 2010. Once horas de partido. Tres días de juego. Un prodigio de resistencia física y mental.
Acá, en el presente, la tensión se fragmenta. Después de un intercambio de bolas interminable el español perdió en dos sets. El patriotismo se lamenta.
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La escenografía es impoluta. El dinero luce con formas de gafas de sol de diseñador. Hay blusas, pantalones, faldas y camisas sin arrugas de colores apagados que hacen imperceptibles el sudor, pero perceptibles los logos. Abundan los suéteres amarrados alrededor de los hombros. El cum laude de las artes decorativas.
El ambiente huele a Hugo Boss, Carolina Herrera y Armani. Yo a coco.
Ser parte de este club, del Real Club de Tenis, cuesta cuarenta mil euros, más la cuota mensual y el aval de cuatro socios. No se paga solo por jugar, sino por pertenecer. El torneo lo preside un conde, lo patrocina un banco. Networking millonario. Ritual de clase.
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Solo me he levantado para estirar el cuerpo. Me abruma la posibilidad de perder el asiento y negociar el espacio con otros.
Tengo una obsesión por documentar con el teléfono cómo reparan una pista desgastada por las horas de juego. Calibran la cantidad de arcilla con un gigante rastrillo manual, reponen el polvo rojizo en los lugares donde ya no hay, limpian con unos cepillos las líneas blancas dibujadas y con una manguera hacen un riego controlado para fijar la tierra a la superficie. Soy testigo de una reconstrucción constante de la tierra batida.
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El torneo de tenis más antiguo del mundo es Wimbledon. Ocurrió en 1877 en el All England Lawn Tennis and Croquet Club de Londres. Este evento marcó el inicio de los torneos oficiales. Hoy en día es el más prestigioso de los Grand Slams (Australian Open, Roland Garros, US Open y Wimbledon). Ir al torneo inglés es lo equivalente a ir a La Meca.
Todo este jolgorio se lo debemos en parte a los franceses, en los siglos XII y XIII inventaron el jeu de paume, "juego de la palma", que consistía en golpear una pelota con la mano, luego vinieron los guantes, y finalmente, en el siglo XVI, aparecieron las raquetas, pesadas y de madera.
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El sol no ha desaparecido pero sí sus rayos. Estoy agradecida. Llego agotada al tercer partido de la jornada, el último en la pista central. Es entre el croata Borna Coric y el estadounidense Ethan Quinn. No sé nada de ellos, pero no importa. Quiero ver tenis aunque mi cuerpo diga otra cosa. Mis brazos y nariz están rojos y pelados.
La gente no se ausenta de la pista. Los niños recogepelotas se deslizan a toda prisa, esa habilidad es el don natural que les da tener entre 14 y 17 años. Dibujan formas geométricas en su andar. Los primerizos llevan entrenando dos meses, dos veces por semana, dos horas por sesión. Tienen buena forma física, buenos reflejos y son disciplinados. Se expresan más con las manos que con la cara que la esconden detrás de una gorra azul. Quién sabe, puede que alguno de ellos se convierta en campeón como lo fue Rafael Nadal que ganó 22 Grand Slams.
El tenista estadounidense ganó con facilidad en tres sets.
Abandono la pista cuando el último espectador ya ha desaparecido. No he hecho amistades, solo he balbuceado un par de palabras. Cada quien volverá a su geografía habitual. Yo cruzaré la Diagonal en sentido inverso, hacia el sur. El tenis, como tantas cosas en esta ciudad, es un espectáculo que se observa desde la distancia, ni tan cerca como para pertenecer, ni tan lejos como para no distinguir una pelota que, por unas horas, nos hizo creer que todos formábamos parte del mismo mundo y del mismo juego.
Los sonidos fueron grabados el 13 de abril en el Barcelona Open Banc Sabadell.
Esta entrega fue auspiciada por Benjamin Diamond y la canción Rich Personnality.
Gracias por leerme y por la escuchadera.
¡Nos vemos el próximo mes!
¡Adiós!
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Lo de los suéteres amarrados sobre los hombros daría para varias tesis de doctorado. Dicen mucho, de clase social, de aspirantes a clase social, de política, de estética….
Fabulosa la entrega de hoy.