Dice el filósofo francés Michel Onfray que un viaje es una forma de rebelión contra la rutina, un acto de libertad para salir de los límites trazados por la costumbre y el tiempo.
Me había graduado de la carrera de Periodismo, trabajaba en la sección de cultura de un periódico, iba a exposiciones, obras de teatro, conciertos y entrevistaba a personas del mundillo, hasta ahí todo parecía bien, pero sentía que mi vida se había vuelto predecible: la misma habitación, los mismos libros, la misma cafetería, la misma calle, los mismos guisos, los mismos rostros.
Un viaje lo veía no solo como una aventura, sino una necesidad: la posibilidad de abandonar el yo, de permitir que el territorio y gente desconocida me atravesaran, dejar que el mundo entrara y me cambiara. Decidí que necesitaba un revolcón; salir, viajar.
Llegué a Barcelona, a ese otro lado, guiada por una brújula interna imprecisa junto con dos amigos de la universidad. Éramos muy ingenuos, sentíamos que solo se necesitaba la voluntad de vivir en otro lugar para que te dejaran vivir. Error.
Una vez pasadas las fronteras y de haberme aclimatado a las costumbres y al habla, pensé: es mi oportunidad de hacer mi viaje soñado.
Para eso necesitaba un puente. Empecé una búsqueda desesperada; así di con lo que los franceses llaman au pair. Vivir la experiencia de convivir con una familia en el extranjero, sumergirme en el idioma y en sus costumbres. A cambio, tenía que ser una cuasi madre de un niño de siete años, cuya verdadera madre era una aeromoza que se ausentaba por semanas.
Cerrado el trato, a los pocos meses, aterricé en Horsham, un pequeño pueblo inglés a una hora de Londres. Un lugar con nublados profundos y lluvias de aspersores, donde anochecía a las cinco de la tarde y la gente se emborrachaba a las cuatro.
Fue mi primer viaje sola.
“¿Puede haber algo más irreal que una mexicana que viaje sola?” se pregunta el escritor mexicano Juan Villoro.
La escritora mexicana Cristina Rivera Garza le responde a Villoro con la “no ficción especulativa” Terrestre en el que un grupo de mujeres se mueve por distintos lugares de México y del mundo. Recorren de forma terrestre rutas desconocidas, inventando nuevas formas de ocupar espacios que les han sido negados. Mujeres osadas.
Yo las noches que salía en Morelia, México me sentía también osada. A falta de transporte público, elegía caminar. Ese quehacer cotidiano de día se veía manchado por el anonimato y la impunidad que da la noche para que te persiguieran y hostigaran coches conducidos por hombres de las cavernas.
El acto casi heroico me generaba angustia, una angustia heredada de mi madre que hizo que me pareciera irreal viajar largas distancias sola.
Al llegar al otro lado me sentí aliviada. Los miedos desaparecieron.
***
Mi yo adolescente tuvo ídolos. Eran cuatro ingleses con cortes de pelo interesantes. El soundtrack de mi casa. Herencia paternal.
En mi imaginario, Liverpool era un templo. Su nombre retumbaba en mis oídos cada vez que escuchaba, leía o veía algo de The Beatles. Mi mente estaba puesta en esa añoranza viajera que ahora sí era probable.
A los pocos meses, pedí permiso para hacer el viaje. Tomé un autobús desde Horsham. Estuve ocho horas montada en ese artilugio con ruedas, incómodo es un adjetivo que se queda corto, —mi precaria situación económica no daba para tomar un avión—. En cada parada, preguntaba ansiosa como un crío que pregunta a sus padres “¿Ya llegamos?”. La respuesta siempre era un no.
Apenas chapurreaba el inglés. Estaba nerviosa. No quería que mi ignorancia idiomática hiciera que me pasara de largo o que me bajara antes. Cuando llegamos, el primer letrero que leí decía: The Beatles Story.
Sentí aleteos en el corazón y un rayo salpicó mi espalda.
Miles de almas apresuradas vagaban cerca de la estación de autobuses. Los letreros parecían un catálogo de un supermercado que, en lugar de ofertas, te indicaban El DESTINO. Mis ojos tenían prisa de verlo todo. Había una especie de negociación con el tiempo y las ganas. Mi saldo viajero cubría una semana.
Mi mente no soportaba la idea de que lo hubiera logrado, sí, suena como si hubiera llegado a la cima del monte Everest, pero me parecía algo tan lejano, costoso, inalcanzable.

En Teoría del viaje, Michel Onfray nos cuenta que “no se escogen los lugares predilectos, se es requerido por ellos”. Me gusta esta idea, se le otorga al lugar la cualidad de la seducción, como si tuviera una vida propia, un criterio propio que le da la facultad de elegir a la persona que lo visita. Liverpool me eligió.
Pienso en un viaje soñado, como si los viajeros atrajeramos hacia nosotros recuerdos de otros que fueron antes a ese lugar. Ese viaje soñado se va alimentado por una imaginación confeccionada por trozos de un caleidoscopio que aún no es nuestro. Fantaseamos con experiencias probables, saboreamos con la mente guisos, idealizamos paisajes con las manos, sentimos tensiones no resueltas con habitantes de aquellos lugares.
El primer día lo dediqué a reconocer la geografía, quería explorar la arquitectura, admirar el puerto y memorizar la ubicación de los supermercados para cuando llegara el hambre. La ciudad sonaba a gaviotas, a las sirenas de los barcos, al bullicio de los muelles, pero sobre todo a música en vivo que viajaba por los altavoces de los pubs y clubes que habían por la ciudad.
Mi condición de fan hacía necesario ir a: The Beatles Story, al Beatles Magical Mystery Tour y a la mítica The Cavern. No ir era imperdonable y sancionable.
El encuentro con el museo hizo que le diera una importancia desmedida a los objetos, ahí estaba el piano blanco donde John Lennon tocó Imagine, réplicas de los trajes de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, la guitarra de George Harrison y las icónicas gafas de Lennon. Esos objetos los había visto en revistas y programas de televisión, parecían parte de un gran decorado. Verlos, significaba que los mitos eran reales. Por un momento quise ser ladrona de museos.
No recuerdo si fue el mismo día, pero el siguiente paso fue subirme a un autobús cuyos rótulos ponía Magical Mistery Tour.
Ese autobús era un festival. Lo habitaban parejas de jubilados venidas de lugares tan lejanos como Australia, familias inglesas cuyos padres eran adoradores de los beatles, los hijos eran rebeldes vestidos con playeras de heavy metal, también estaban las parejas de recién casados, uno amaba al grupo y el otro iba por compasión y hastío. El guía hacía chistes pero olvidaba pronunciar las r y alargaba las vocales. Estaba hecha un lío. Fingí entenderlo todo.
Una de mis canciones favoritas es Penny Lane, una crónica musical de un lugar real. En la canción hay escenas cotidianas y personajes: un barbero que muestra fotos de cortes de pelo, un banquero excéntrico, un bombero y una enfermera que vende amapolas. Cuando el autobús paró ahí, todos corrimos para hacernos la foto. Esa calle eran los recuerdos de la infancia de Paul McCartney y Lennon, y también míos. En un viaje escolar a Oaxaca me llevé mis walkman y un casete con los mejores hits de la banda. Ese casete fue pasando de mano en mano. Recuerdo escuchar esa canción en bucle mientras mis compañeros dormían.
El tour pasó por varios lugares y las casas donde crecieron los Beatles. Por ejemplo, en la casa de la tía Mimi, donde vivió John Lennon, ahí se gestaron muchas de las primeras canciones del grupo. Paul McCartney escribió I Saw Her Standing There en el salón de su casa de Forthlin Road. George Harrison aprendió a tocar la guitarra en su casa de Arnold Grove, y Ringo Starr creció en Madryn Street, en el barrio de Dingle. También pasamos por el orfanato de Strawberry Field, por St Peter’s Church Hall donde John Lennon conoció por primera vez a Paul McCartney.
El tour terminó en The Cavern. Cuando llegamos, la gente estaba apurada y encorvada para poder bajar las escaleras. El club había sido un sótano que sirvió como refugio antibombas durante la Segunda Guerra Mundial. Como los platós de televisión que unos se los imagina grandísimos, The Cavern era un lugar pequeño, oscuro y sencillo como una barra de pan. A nadie le importó. The Beatles habían debutado ahí y otras bandas habían pasado sus guitarras por este sitio, como Queen, The Rolling Stones, The Yardbirds, Elton John, The Who… la cuna del pop-rock británico.

Ya abajo, tocaba una banda de señores entrado en los cincuenta. Su música eran covers de bandas inglesas. El público los cantaba como si fueran canciones de cuna aceleradas. Yo en lo único que pensaba era que, 43 años antes, un grupo de chicos tocaron 292 veces en este sótano sin saber que se convertirían en un fenómeno mundial y el pretexto para que una mexicana cruzara el océano atlántico para sentir cómo se escucha en Liverpool While my guitar gently weeps de Harrison.
Mi promesa del viaje soñado se cumplió. La Mali adolescente viajó hasta ahí y tarareó conmigo las canciones. Sí, puede ser que haya contenido las lágrimas. Ojalá hubiera ido con mi papá, así no me hubiera dado vergüenza y hubiéramos cantado y llorado juntos.


En mi hostal conocí a una chica canadiense. Con la mirada me invitó a que me sentara a su lado en la hora del desayuno. Era alta, fornida, ponía empeño en peinarse. Ella venía por el futbol. Fue ahí que me enteré de que la ciudad tenía un equipo y era bueno, y que a Liverpool no solo se venía por la música. La fugaz amistad duró el tiempo que gastó en agarrar sus maletas y seguir con su ruta europea.
Desprovista de amistades, volví a mi viaje en solitario.
Hice varios descubrimientos: Liverpool tiene el Chinatown más antiguo de Europa y el arco chino más grande fuera de China. Ese trozo de la ciudad era vibrante, colorido. Gente escandalosa. Modos acelerados en el andar, en el fotografiar y en la ingesta de cerveza.
La ciudad tiene la mayor cantidad de museos del Reino Unido después de Londres. Veinte museos. Por cada 5,6 kilómetros cuadrados hay uno.
El resto de los días me despertaba temprano y me dormía tarde, no le di mucha tregua a mis destruidas piernas. Estuve metida en museos, respiré el aire del puerto, mi boca probó su brisa salada, admiré el estilo gótico y victoriano de la universidad, saboreé el acento inglés y pensé en todas las imágenes que me había hecho de la ciudad. A veces pensaba en el regreso, y no me quería ir. Acá había vida, (a diferencia del pueblito inglés), había un motor que hacía que la ciudad rodara, existiera, trascendiera.
Liverpool no me defraudó. Espero que yo a ella tampoco, y que me haya visto como una buena viajera, una curiosa, con mirada atenta.
Viajar sola fue una especie de regalo, pero extrañé la presencia del otro, para contarle las sensaciones que me venían con cada cosa que veía o escuchaba, como dice Michel Onfray:
“con ese otro experimentas el reparto, el intercambio, el silencio, el cansancio, el proyecto, la realización, la risa, la tensión, la relajación, la emoción, la complicidad”.
Un viaje compartido tiene siete vidas, como los gatos. En las charlas entre compañeros de viaje, la aventura de viajar se expande y ofrece distintas miradas, distintas frecuencias, distintos goces.
Echo la vista atrás y me conmueve mi imagen. Sin saberlo, este viaje significó una búsqueda para darle sentido a algo, a alguien, ¿a mí?
No había pensado en este viaje hasta ahora, ni había vuelto a mirar las fotos que tomé con esa cámara que iba con rollo. Han pasado veinte años.
Hasta ahora me doy cuenta del paso que había dado: no sólo cumplí mi viaje soñado. Liverpool fue mi paso a la posibilidad de una vida adulta.
¿Cuál es tu viaje soñado?
Tal vez todo viaje es un modo de regresar a la niñez.
Tal vez el viaje es el acertijo.
Tal vez el viaje es el sol que nos está mirando sin conmiseración alguna, sin perdón.
Tal vez el viaje es ese no dejar de hablar.
El viaje es el clavado: los pies desnudos, los dedos agarrados al borde del banco de salida, la expectación. El viaje es el arrojo. La concentración infinita. Fíjate en quien te mira desde el futuro y desde el pasado a la vez. Es el sol. El viaje es el sol.
Cristina Rivera Garza
Terrestre
Esta entrega obviamente fue auspiciada por The Beatles. Acá A day in the life mi canción favorita por SIEMPRE. Me faltan palabras para describir lo que aparece en el cuerpo cada vez que la escucho.
Cualquier cosa, aquí andamos. Me gusta que me leas, pero me gusta más y me hace más feliz que me hagas compañía con tus comentarios.
Gracias por leerme y por la escuchadera.
¡Nos vemos el próximo mes!
¡Adios!
Sentí aleteos en el corazón y un rayo salpicó mi espalda. Me encantó! Felicitaciones!
Esa sensación de que hay más, que necesitar darle vacaciones a la rutina y de soñar un poco cómo sería la vida en cada lugar que nos cautiva al visitarlo, es maravillosa: impulsa a abrir los ojos y los brazos a nuevas experiencias. Recuerdo la misma sensación al viajar por primera vez sola, y reconozco que, cada tanto, se activa fuertemente. Un abrazo.