Risas peligrosas
Mayté avisó que ya había llegado el rector invitado de la Universidad de Zamora para dar el discurso inaugural. Era un hombre de cabellos revueltos como un nido de pájaros, tenía una barba perfecta para hacer trenzas, debajo de su traje azul oscuro se escondía el cuerpo de un perejil apagado, sus lentes eran el doble de gordos que los míos y su mirada al instante te convertía en piedra.
El auditorio parecía el escenario de un congreso de Tupperware con la diferencia que cada uno de los asistentes había resanado sus cabellos con tres kilos de gel, olían a flores salvajes y la mayoría no llegaba a los veintiún años.
Un día antes había vomitado toda la bilis que traía en el cuerpo, el sabor amargo que me dejó en la boca fue una especie de aviso, no lo sabía, pero estaba nerviosa porque al otro día era la inauguración del congreso de periodismo de mi universidad, y yo, era la tesorera.
Llegamos temprano, nos sentamos en la tercera fila, Lola, Zimón, Mayté y yo. El auditorio se fue llenando como una cafetera americana. Los cuatro estábamos bromeando. Zimón era el encargado de hacer el video, el resto sacamos la libreta por si había algo interesante que escribir. Los profesores, el rector de mi universidad, los estudiantes y los meseros habíamos creado un séquito para rodear la figura del zamorano invitado.
Probaron los micrófonos, fue el pistolazo de salida para empezar la charla que no recuerdo muy bien el título, pero tenía que ver con que los periodistas ante todo tienen que ser buenas personas, sonaba muy Kapuściński. Se tardó cinco minutos en saludar a todos, resonaban las palabras “honorable” y “queridísimo” cada dos por tres. Nos empezamos a aburrir. Zimón estaba dos lugares alejado de mí. Escuché unas risitas, los tres se traían un cuchicheo bien sabroso, yo me reía de sus risas, pero no entendía de qué se reían. Creían que sólo yo los escuchaba, pero el que estaba al frente del púlpito los miró con ganas de convertirlos en piedra. Fue en ese momento que yo obedecí a su mirada, pero ellos no, —pese a la advertencia prohibicionista de las risas—, de nuevo el viejo los miró, se callaban un momento y seguían, yo no aguanté, caí en la tentación como Crispolo de Soli, subí mis labios en posición para que se asomaran mis dientes y sólo bastó ese gesto para que el viejo me descubriera a mí, sólo a mí.
—La que está poniendo cara de idiota, que salga del auditorio —dijo con una voz tipo Michael Buffer cuando presentaba los combates de boxeo en Las Vegas, sólo le faltó decir: Let's Get Ready To Rumble.
El auditorio callado, ni siquiera se escucharon los ruidos al sorber el café, ni los crujidos al masticar las galletas Mac'ma. Todos contuvimos la respiración. Yo de manera automática bajé la cabeza y simulé escribir. Ni siquiera se me ocurrió mirar a Mayté o a Lola. Estaba perdiendo mi capacidad de respirar.
—La que está poniendo cara de idiota, que salga del auditorio —dijo otra vez —y no sólo le bastó con la orden, para evitar un atisbo de duda, me señaló con su dedo verdoso, la vena estaba a punto de estallarle.
Era imposible que ignorara el comentario, todos sabían que se refería a mí. Me costó despegarme del asiento, parecía un chicle que se aferra a una mata de pelos. Finalmente lo logré, lo hice de la manera más digna que pude.
—Me voy a retirar, pero lo hago por respeto a mis compañeros —dije— Sentí como mi sangre hacía un circuito de Fórmula 1 que iba desde los pies hasta la cabeza. Toda esa sangre se quedó a la altura de mis orejas.
Lola y Mayté me siguieron, yo sólo pensaba que en cualquier momento iba a sacar la bilis que llevaba dentro. Odié a todos ese día, más al rector de mi universidad que me dijo que no había escuchado que el otro viejo me hubiera llamado idiota.