Paco Rabanne
La fragancia aquella vez era la misma que ahora, Paco Rabanne. Luigi la olió por primera vez en la casa de la zona universitaria en la que su mamá lavaba ropa dos veces por semana. Su madre lo recogía de la escuela, lo llevaba caminando cuadras y cuadras hasta llegar a una casa de dos plantas, le ordenaba que estuviera quieto, sentado, casi muerto, él fingía hacer la tarea mientras ella no paraba de enjabonar sus manos y de hacer crecer su panza por esa jugada del destino que condena a las lavanderas a tener un cuerpo inflamado por tener siempre el vientre empapado.
Luigi había crecido sabiendo que era pobre, cada vez que entraba en esa casa recordaba que tenía los zapatos rotos, la ropa zurcida y la extrañeza de tener un solo cuarto que compartía con el resto de sus hermanos.
Su madre trabajaba desde hace siete años en esa casa, siempre cobraba lo mismo, nunca un gesto por parte de doña Lucía para aumentar su sueldo. Al acabar el día su madre terminaba agotada, con las manos rojas, casi rotas de tanto frotar y con la certeza de que mañana tenía que hacer lo mismo, pero en otra casa y en otra.
Una tarde su madre no llegó a recogerlo a la escuela, él se desesperó y su instinto lo llevo a la casa de doña Lucía. Entró por una puerta lateral, sabía que no había nadie, así que no tuvo miedo. Solo conocía el patio de servicio y la cocina, así que aprovechó para explorar. Subió las escaleras, vio tres habitaciones y dos baños. Entró a la habitación de doña Lucía, lo supo por los vestidos de señora elegante colgados en el armario. Había un cesto con ropa, supo que estaba sucia porque era el mismo cesto que su madre bajaba cuando tenía que lavar. El cesto estaba lleno de camisas, todas iguales, de un blanco perlado, metió la cabeza, respiró profundamente y lo que olió le pareció un guiso, un aroma a romero, a pino, a musgo, a tantas cosas, pensó que no había necesidad de lavar las camisas. Le dio curiosidad y se abotonó una, quería saber qué se sentía, se miró en el espejo, le gustó lo que veía, aunque la camisa le quedaba grandísima, volvió a olerla y se prometió que cuando tuviera dinero se compraría el mismo perfume.
Su mamá le había dicho que doña Lucía tenía dos hijos, Pablo y Teresa. Estaba por entrar a la habitación de Pablo cuando escuchó el ruido de un coche, se escondió, se sintió como un ladrón nocturno que ha sido descubierto. Una señora que seguro era doña Lucía hablaba por teléfono, dijo que era una pena que Graciela hubiera muerto así, tan de repente, dio el pésame y colgó. A Luigi se le encogió el pelo, sus ojos eran cascadas y su cara un cerro lleno de surcos. Se olvidó que ese lugar no le pertenecía, bajó las escaleras como una piedrita en una montaña. Doña Lucia se asustó, primero se apartó, pero después le vio la cara y supo que era hijo de Graciela, lo abrazó y le dijo a su marido que buscara en la agenda un teléfono.
Después de una hora llegó la hermana mayor de Luigi. Le dijo que llevaban horas buscándolo, que todo iba a estar bien, le pellizcó el cachete y lo dejó en la cocina. Habló con doña Lucía, y quedaron que empezaría a trabajar la siguiente semana.
Luigi se negó a visitar de nuevo esa casa. Después de la escuela iba directamente al parque a jugar canicas con sus amigos. Los fines de semana ayudaba a su hermano a cargar bultos de naranja en el tianguis.
Se hizo mayor viendo como doña Lucía acumulaba el fin de semana cestos de ropa sucia que su hermana lavaba con las manos rojas, casi rotas, mientras le crecía la panza por culpa de esa maldición que condena a las lavanderas a vivir con el cuerpo mojado.