Tal como lo recuerdo, el pueblo era torpemente folclórico. El poco encanto que tenía lo habían arrancado el día que sustituyeron las calles empedradas por el asfalto de las grandes ciudades.
La plaza principal, mejor dicho, la única plaza, reunía a los niños y a las parejas que de día eran simples habitantes, pero por la noche se transformaban en protagonistas de alguna telenovela cuyo final no era precisamente feliz.
La iglesia constituía el epicentro de la vida social. Si querías ser visto tenías que asistir al recinto religioso para ser parte del coro, organizar las fiestas patronales o simplemente para entretenerte escuchando de boca de todos, los melodramas de cada uno de sus habitantes. De los habitantes sobresalían algunos personajes, estaban los que no podían controlar la bebida, había muchos, pero había uno que sobrio era irreconocible, limpio de pies a cabeza, peinado con un gel oloroso y barato, aderezado con unos modales excesivos que lo incluían en la categoría de lo ridículo, pero su sobriedad, solo aparecía pocas veces al mes, el resto de los días aparecía con el rostro enrojecido, los ojos saltones, el pelo agrietado, su aliento recordaba a un volcán en plena erupción y su contoneo al caminar competía con el del mismísimo Cantinflas. Nunca supe su nombre, o al menos no lo recuerdo, pero de lo que sí me acuerdo, era de la advertencia de mi madre «no te acerques a él».
También vivía una mini millonaria que tenía una tienda justo a lado de la casa de mi bisabuela. Su casa-tienda abarcaba toda la manzana, era monumental, pero sus paredes resquebrajadas dejaban ver el abandono y la tacañería de su dueña. Una ventana lateral, —que por las mañanas estaba libre de cortinas— permitía el cuchicheo de la vista. El comedor reunía unos muebles anticuados, pero bien cuidados. Recuerdo una gran mesa de madera, las sillas tapizadas de rojo, una vitrina estilo abuela adinerada, —muebles muy distintos a los de mi bisabuela— todo parecía muy elegante, pero desde lejos uno podía oler las galletas rancias.
Sobre la inquilina de esa especie de mansión, la recuerdo con su inseparable mandil viejo, su pelo revuelto y una cara de enojo perpetuo. Marta se llamaba. Era dueña del molino, también se había apropiado de la única línea telefónica; creó un emporio alrededor de las llamadas, si querías llamar te cobraba, si recibías llamadas también. Para hacerse omnipresente, colocó en lo alto de su casa un megáfono, que incluso podían escuchar los que vivían en el cerro. Su voz tétrica anunciaba las actividades del pueblo: llamadas telefónicas, desapariciones y exigencias de decoro a los jóvenes enamorados de la plaza. Todo esto sin consultar al pueblo por tan desinteresado servicio. Algunos le agradecían, pero la mayoría pedía que de una vez por todas cerrara la boca y dejara de realizar anuncios a las cinco de la mañana para informar que ya era necesario empezar la jornada laboral.
Los niños se entretenían esperando a los visitantes extranjeros, —los que vivían a las afueras del pueblo— los turistas eran recibidos por una pandilla de niños que les sonreían y perseguían, eran una especie de corte de damas de honor que los acompañaban hasta la plaza, y una vez ahí se escabullían en busca de otro visitante.
Lo que le ponía picardía al pueblo eran las fiestas. Cuando alguien se casaba, cumplía quince años o hacía la comunión, había firmado un contrato no escrito que lo obligaba a invitar a todos los pueblerinos. Tales fiestas, constituían el empleo de habilidades que no se enseñan en las escuelas de hostelería: satisfacer las necesidades sibaritas de los comensales, contratar un grupo musical que ponga a bailar a todo mundo y encontrar un alcohol barato que en pocos minutos ponga alegre a los invitados. Algunos caían en la trampa del alcohol, se ponían tan borrachos que acumulaban una cantidad de «desfiguros» como decía mi madre, y la única forma de mantener el orden era metiéndolos en una celda que estaba en la presidencia municipal. Los parientes presurosos compraban comida a la señora que se ponía en la plaza principal, y en un acto de fe, rogaban a la policía para que se la pudieran dar al borracho preso. A día siguiente, el arrestado era dejado en libertad. Eso significaba una de las vergüenzas más grande que podía experimentar un pueblerino, aunque al poco tiempo se olvidaban, volvían a la bebida y a la prisión.
Sin duda, la característica más peculiar del pueblo era que en pocos metros cuadrados se habían erigido gran número de tiendas de abarrotes que ofertaban las mismas bebidas azucaradas, grasas hidrogenadas y placeres salados, eso daba pie a una guerra que hacía que algunos comercios reventaran los precios hasta cifras ridículas, eso constituía un caldo de habladurías. La conclusión universal: lavanderías de dinero.
Yo era una niña de nueve años, de ciudad, que los veranos se los pasaba en el pueblo. No había horarios, jugaba todo lo que quería, corría, hacía nuevos amigos y disfrutaba de la tranquilidad que da saber que no hay ninguna banda de roba chicos. Era libre.
Aparte de sentirme libre, sentía la picadura de los mosquitos. Cada verano, caía víctima de una plaga de mosquitos que chupaban la sangre de mis delgadas piernas. La comezón era insufrible, y como consecuencia, las ronchas adornaban mis «popotes» como decía mi observadora madre.
De esas vacaciones recuerdo haber cosechado varias amistades, por ejemplo, conocí a una chica que era una excelente contadora de historias, sus historias me hipnotizaban. Cada vez que la veía, le pedía que me las contara, ella lo hacía con entusiasmo. Su familia era de las pocas que tenían televisión. Su madre ponía las telenovelas en la sala, dejaba las ventanas abiertas para que los curiosos pudieran ver, los niños vivían cada cosa que ocurría, se podía escuchar sonidos de aprobación o desaprobación en función de los diálogos de los personajes.
Muchas cosas aprendí en el pueblo y una de ellas fue hacer bombas con el chicle. Mi entrenadora fue una espontánea que me preguntó si sabía hacer bombas, yo dije que no, y ella sin que yo la contratara para el puesto se empeñó en que me convirtiera en una experta en la materia. Mis primeros intentos fueron penosos, no entendía el mecanismo, me parecía dificilísimo, lanzaba el chicle al suelo una y otra vez. Yo me patrociné los primeros chicles, pero conforme hacia malabares con la lengua se me iba acabando la materia prima, así que mi entrenadora pensó que una buena forma de motivarme era comprando más chicles. Después de esa agotadora tarde en la que mi lengua se cansó de tanto ejercicio, logré hacer con maestría las bombas. Fui decírselo inmediatamente a mi madre, para mí era importante contárselo, ella era una virtuosa haciendo malabarismos con el chicle.
Terminadas las vacaciones de verano, regresaba a la ciudad, era una sensación rara, pero también me sentía feliz por regresar a la escuela. En la ciudad, la rutina era, casa- escuela-casa, los fines de semana la escuela era sustituida por la casa de mi abuela.
Llegué a la preparatoria, los veranos en el pueblo se convirtieron en un torbellino salvaje de escrutinio público, o tal vez ya lo era antes, pero como era una niña nadie se fijaba en cómo vestía, en cómo hablaba o cómo no respondía a los chicos que mediante un supuesto galanteo me demostraban su amor mandándome saludos que si eran respondidos, significaba que estaba interesada en su oferta de amor eterno.
Por aquel tiempo, mis padres decidieron mudarse al pueblo, yo me quedé en la ciudad. Buscaba pretextos para no ir. Ese pueblo de sonidos impronunciables, Tzitzio, impedía que los visitara, sus habitantes siempre atentos a mis gestos, palabras, modales y vestuario. Mis padres optaron por tirar la toalla y fueron ellos los que venían hacia mí.
Acabé la universidad, me lancé a la aventura de vivir De este lado, de saltar un océano. Pasaron algunos años antes de poder viajar y ver a mi familia. Ellos seguían en Tzitzio, yo me negué a ir, los vi en la ciudad. Hoy me arrepiento de no haber ido al lugar que ellos consideraban su hogar.