Joe
Joe apareció en mi vida el día que le dije «hola». Lo encontré a medio camino entre mi casa y el supermercado de la esquina. Me señaló la bolsa, me pidió un plátano. Se lo di. Él me dijo hola como forma de agradecimiento.
Joe es un hombre de párpados estirados, pelo gris como las escamas de la merluza y sus brazos tienen el color de un café con leche descafeinado. No habla mucho español, pero a través de señas se ha podido comunicar conmigo y yo me he podido comunicar con él.
Tiene pegado al cuerpo un carrito del supermercado que va llenando con todo lo que encuentra a su paso y con lo que le va dando la gente del barrio, desde mallones de los años 80 hasta partes de un televisor de la época en que era en blanco y negro Aunque vive en la calle siempre encuentra la manera de mantenerse limpio. Un día lo vi cortándose las uñas en plena plaza del Ayuntamiento.
Cada uno de los vecinos le llama de forma diferente a Joe, yo le llamo así porque al segundo día de conocerlo y preguntarle por su nombre, me dijo que se llamaba «Yo, eh» se lo pregunté un par de veces, pero fue imposible que me dijera su nombre, así que lo bauticé como Joe.
Algunas veces me lo encuentro en el parque, yo me pongo a leer. Joe pasa a mi lado, veo que tiene ganas de sentarse conmigo, pero duda, así que para que no se sienta avergonzado, lo invito a que se siente y empezamos una charla en la que me siento como si estuviera hablando con un niño de dos años. Por esas pequeñas frases he sabido que Joe es de Japón, que no tiene familia en Barcelona y que le gusta mucho comer plátanos y que odia el sushi.
Uno de los vecinos de la finca, me ha dicho que hace poco vio a Joe gritar en medio de la calle, que hablaba en un idioma raro y que andaba descalzo.
Encontré el carro del supermercado de Joe recargado en un poste de luz, pero él no estaba. Me quedé un rato esperando a que apareciera. Dentro del carro pude ver partes de una computadora, periódicos, ganchos, una chamarra estilo Elvis Presley y unas botas cowboy. Me tuve que ir al cabo de un rato porque me tocaba visitar a mi madre que vive a media hora en tren.
El domingo pasado vi el carro de Joe, pero estaba vacío, no quedaba nada de lo que había visto antes, o Joe se ha llevado sus cosas o alguien se las ha robado. Yo no tengo forma de localizarlo, le he preguntado a un par de vecinos, pero me han dicho que la última vez que lo vieron andaba como si se hubiera revolcado en una piscina llena de macarrones en salsa de tomate.
Joe está afuera de mi edificio, parece que lleva un par de días sin comer y su pelo no ha pasado por una ducha. Le he dicho que he estado preocupada, le he preguntado por sus tenis y su carro con las cosas. Ha imitado los movimientos de Muhammad Alí y me ha mostrado una bolsa con sus preciadas Nike, esas que las lleva relucientes cada día. Yo me sentí como una madre que ha perdido a su hijo, aunque intuyo que Joe y yo rondamos la misma edad. Lo invité a casa a que se tomara una ducha y comiera algo. Joe no puso inconvenientes y subió a mi departamento, miraba atentamente las escaleras, ignoró el elevador.
Después de la ducha y de haberse comido un bocata de la forma más lenta posible, no pude quedarme con la duda, le pregunté que dónde había estado y Joe como si hubiera aprendido la frase en algún programa de Carl Sagan me dijo «en otra galaxia», ambos nos reímos y yo me juré nunca volver a pregunta a dónde van las personas.