Hola, ¿estás ahí?
Toqué la puerta tres veces. Nadie respondió. Sabía que Tomasa estaba detrás, porque escuché su respiración trepidante.
—Hola, ¿estás ahí? —pregunté con la oreja pegada a la puerta.
La respuesta fue un prolongado suspiro que interpreté como un no.
Tomasa y yo llevábamos un año distanciadas. Sé de ella por los vecinos, por el panadero de la esquina, por la florista y por el lavacoches del barrio. Todos saben más de ella que yo, su propia hermana.
Nacimos de forma muy diferente: ella fue por cesárea; yo, por parto natural. Mi madre decía que éramos distintas porque una llegó al mundo con un pequeño llanto, la otra lloró infinitamente. Mi padre se enteró de Tomasa al tercer día del nacimiento; del mío, al instante. Eso fue el comienzo de una relación confusa entre hermanas y entre un padre y sus hijas.
Nuestra madre contaba anécdotas sobre nuestros nacimientos, lo que nunca contaba era que no tuvo a mi padre a su lado para poder apretujarle la mano.
Mientras estoy detrás de la puerta, pienso en todo esto. Una puerta que me impide conocer el mundo de Tomasa, tan aficionada a sus libros, a sus historias. A veces me gustaría ser libro para que ella me pudiera leer; otras veces me gustaría ser su lápiz para ser testigo del trazo de sus palabras.
Fracaso número 40 en mi intento de contactar con ella. Me resisto a pensar que no sabré más de ella, que un día llegaré y la puerta estará abierta para anunciarme que mi Tomasa ha muerto, o un vecino, cabizbajo me dirá que Tomasa se ha mudado y que no ha dejado nada.
Ahora mismo, no sé cuál es la apariencia de mi hermana. La recuerdo con una larga melena repleta de cabellos enredados difíciles de alisar, cejas gruesas, sus grandísimos ojos color hierba y una boca que se movía poco.
Mis compañeros de trabajo me aconsejan que deje de visitar a Tomasa. ¡Ellos qué sabrán de mi historia! Necesito hablar con ella, contarle mis cosas, deseos, anhelos, amores, irritaciones. Tomasa desapareció de mi vida sin darme cuenta. Yo no sabía lo que estaba pasando; simplemente la dejé ir. Un día cualquiera, dejó de cenar en casa, dejó de presentarse en los cumpleaños; un día, su habitación amaneció inmaculada, vacía. Mis padres se resignaron a su ausencia. Fingieron que no pasaba nada. Me dijeron que Tomasa ya era grande para tener una vida independiente; que pronto regresaría. El pronto se fue prolongando en el tiempo. Cada vez que veía el calendario, me aterrorizaba contar los días en los que ella estaba ausente. Nunca entendí por qué se alejó de mí; de mis padres, es todavía comprensible, pero de mí, ¿qué le había hecho su hermana? Durante mucho tiempo estuve cargando con una culpa que ni yo misma entendía.
Un día cualquiera me asomé por la ventana de mi habitación: ahí estaba Tomasa, en medio de la calle, vestida con un abrigo largo de color lila y el pelo delicadamente recogido, tenía unas gafas negras, –no eran necesarias–, sé que las usaba para disimular su apariencia; le hice señas a través de la ventana: mi hermana sonrió y huyó. Fui tras ella, corrí de forma desesperada. Grité su nombre una y otra vez, moví los brazos para abrazarla aunque mis manos sólo alcanzaban el aire. Ella nunca miró hacia atrás. La perdí en una esquina por culpa de un semáforo que sentenció el inicio de una avalancha de autos corrientes que se desplazaban rápido. Esa noche no pude dormir. Se me quedó clavada la imagen de mi hermana. Soñé con ella, que hablábamos sin parar.
Al día siguiente, mis piernas me ordenaron ir al departamento de Tomasa. Fingí enfermedad, no fui al trabajo. Toqué su puerta apaciblemente. Miré ese trozo de madera como al mayor enemigo de mi vida. Tomasa no abrió; en cambio, empezó a hablarme:
–Hola, ¿estás ahí? –dijo con una voz dulce como una manzana recién horneada. Sabía que era ella por la forma en que unía las palabras.
Recuerdo su respiración: era vibrante pero tranquilizante. Empezamos una a una a contarnos nuestras vidas. Jamás había disfrutado tanto un momento. Ella en su departamento; yo detrás de su puerta. Puse mi mano sobre la madera esperando que ella hiciera lo mismo, que nuestras manos coincidieran en el espacio. Recargué mi espalda sobre la puerta y sentí una especie de vibración interna. Pasé cinco horas detrás de su puerta; escuché, hablé, lloré e imaginé de qué manera Tomasa me escuchaba. ¿Lo hacía sentada, de pie, acostada, pegada a la puerta o a la distancia? Me reveló secretos que yo imaginaba, cosas que mi conciencia me decía que no podían ser ciertas. Por ejemplo, que fue ella la que robó el anillo de matrimonio de nuestra madre; la que dejó en la calle a nuestro perro y que después se hizo la heroína diciéndole a mis padres que había recorrido la ciudad para encontrarlo; la que había empujado a la abuela por las escaleras, según ella, para ahorrarle el dolor provocado por el cáncer y darle una muerte más digna; la que había descubierto que nuestro padre tenía una amante y, como hija protectora que era, había golpeado a la mujer hasta dejarle reducidas las mejillas. La revelación más grande la hice yo cuando le dije que le había dicho a nuestros queridos padres que ella y solo ella había matado a la prima Lola en aquel arroyo que se lo comía todo.
Después de tres meses de confesionario detrás de la puerta, escuché, de la agujereada voz de Tomasa, una historia inverosímil que, pronunciada por mi hermana, parecía una verdad atroz. La noche anterior a su huida, había descubierto que su novio Nicolás era en realidad nuestro hermano. La amante de nuestro padre era la madre de Nicolás. Mi padre no se atrevió a confesarle a Tomasa la verdad; en cambio, prefirió sabotear a su propio hijo con pequeñas trampas. Nicolás no sabía nada; según él, su padre había muerto apuñalado. La manera que lo descubrió Tomasa fue de la forma más absurda, en el supermercado. Ahí estaba su novio diciéndole “mamá” a la mujer a quien tiempo atrás mi hermana le había propinado una paliza. Cuando llegó a casa y vio a mi padre, sólo faltó una mirada para decirle que lo sabía. Mi padre era un cobarde.
Al día siguiente, encontré la puerta entreabierta del departamento de Tomasa. Sospeché que algo iba mal. No dudé en entrar. Golpeé la puerta para avisar de mi visita; Tomasa no contestó. Recorrí la cocina, el salón, el baño hasta que pude llegar a la habitación que estaba inmaculada, vacía. Supongo que mi hermana había descubierto que era parte de una gran mentira creada por mi padre.