Formas de amor
Dos horas y media me costó llegar al entierro. Mi bigote está mal recortado, mi cabello grasoso y mi nariz torcida por tanto estornudo. Un sol resplandeciente tuesta la piel. Sonrisas temblorosas, abrazos perpetuos y ojeras púrpuras recubren un cuadro del que yo no quiero ser parte.
Una mujer demacrada, pero aun así muy guapa llora en silencio, ese silencio suena más que el llanto de una abuela postrada en una silla de ruedas o el de un niño que se le ha separado de su juguete.
Fracasé en mi intento de pasar desapercibido. Una voz calurosa se acercó, parecía conocerme, pero yo no a él. Unos golpes en la espalda resultaron ser la apertura del primer acto.
—¿Cómo lo llevas?— la pregunta era bastante estúpida para contestar con otra estupidez, busqué en el manual del perfecto cortés.
—Ahí vamos —Mi respuesta fue tan dudosa que me sorprendió haberla dicho. Inventé urgencia de baño, me escabullí.
Cabizbajo me empeñé en averiguar cuánto pasto había alrededor del hueco de la tumba, estaba en medio de esos cálculos matemáticos, cuando fui manoseado por un hombre que me llamó por mi nombre, me dijo que lo lamentaba mucho. Sacrifiqué mi mal humor y respondí con medio puchero. No faltó más para recibir un acartonado abrazo.
El cura empezó con el típico melodrama ensayado, todos se sabían el guion, estaba a punto de aplaudir, pero la sensatez llegó cuando el enterrador dijo que ya era la hora. Todos se inclinaron imitando a los actores que agradecen después de una obra de teatro, empezaron a lanzar flores, tierra y litros de lamentos. Los más experimentados menearon la cabeza, se estrujaron el rostro para conseguir un poco más de lágrimas e intentaron convencerse de que la resurrección existe.
Una mujer intentó lanzarse al ataúd, dio una demostración de una fuerza considerable, fue necesario tres hombres y dos mujeres de mediana edad para detenerla. Los clínex se repartieron entre numerosas manos, un hombre con mirada distinguida llevaba un pañuelo de tela, creí ver bordadas unas iniciales, me asusté al pensar que alguien pudiera tener un nombre cuya primera letra fuera una x.
Pensé en el futuro inmediato, ¿qué tenía que hacer después? Una tropa organizada de dolientes intentó adiestrar a otros dolientes menos organizados a caminar en sentido contrario a la tumba y crear una especie de procesión cuyo rumbo solo ellos sabían. Fue un total fracaso, unos y otros empezaron una tremenda pelea, niños y mujeres lanzaron tierra a los hombres, ellos se protegían con las palmas de las manos, gritaban que ya era suficiente. El cura tuvo que intervenir para demostrar que tenía autoridad, pero en realidad parecía que tenía miedo. Llevaba una cruz por delante que la usó como escudo y para exorcizar a los más violentos. Salvo algunas excepciones, el resto rodó por el suelo levantando una gran oleada de polvo, una especie de neblina color sepia que me recordó a un álbum de fotografías viejas.
Aproveché la pelea para esconderme detrás de un mausoleo. Alcancé a escuchar mi nombre. Me asusté. Logré pronunciar una plegaria. Sentí una mano que arrastraba mi cuerpo, cerré los ojos, estaba resignado, solo mis piernas patalearon, el resto del cuerpo se quedó tieso, en ese instante supe que ya había suficiente tierra fuera del hueco para poner el ataúd, meterme y dar por terminado el entierro.