Llegamos tarde por culpa de Mauro. Los minutos que tardó en recortarse su bigote, esa escobilla incómoda que impide el beso blando, hubieran servido para encontrar un taxi con aire acondicionado.
Llegamos a la fiesta nupcial de Niro. El salón era igual de grande que una carpa de circo de pueblo. Nos pidieron nuestros nombres, yo por si acaso llevaba la invitación, ese pedazo de papel transparente con letras mal impresas. Una mujer de dientes finos y cara de modelo hambrienta nos guió por un laberinto de sillas y mesas adornadas con manteles de color chirimoya. Caminamos rápido como los niños cuando escuchan el timbre para salir al recreo. Vi caras conocidas, de vez en cuando mostraba mis dientes y levantaba la mano como si estuviera en un restaurante y tuviera la urgencia de pedirle al camarero una hamburguesa sin mayonesa.
Llegamos a la mesa. Me quedé tiesa como un palo de escoba, los de la mesa eran unos completos desconocidos. Parecía que Niro había estudiado cuidadosamente la distribución de las mesas. Me conocía lo suficientemente bien para saber que lo acababa de hacer me arruinaría la noche. Mauro estaba suelto, como una gacela, extendió la mano a cada uno y dijo su nombre como si estuviera cantando una canción de Luis Miguel. Mientras eso pasaba, los invitados desconocidos empezaron a decir lo sorprendidos que estaban de verme, me dieron besos, me abrazaron, me dijeron que Niro les había contado un montón de cosas sobre mí. Odié a Niro de la misma manera que se odia a esa espinilla que sale por las mañanas antes de ir a la universidad.
Después del susto, logré relajar mis piernas y sentarme. Sonreí, pero mi sonrisa se parecía más a un sucedáneo de cangrejo. De mi lado tenía a un chico con unos ojos sorprendentes feos, era como si le hubieran cosido unos botones en la cara. No logré decir hola, huí con la mirada, mis pestañas se quebraron. Tuve la necesidad de aferrarme a Mauro, busqué su mano y no la solté. Él sonrió y me dio un beso en la frente. Yo buscaba a Niro con la mirada, estaba en la otra punta del salón. Parecía como si le hubieran reseteado el cuerpo, parecía una foto pasada por Photoshop.
Éramos siete. La única pareja éramos nosotros. No había ningún rasgo que los hiciera parecerse a mí. Había un rubia que constantemente se veía en el espejo, era como si registrara el momento exacto del nacimiento de una arruga, a su lado había un hombre que se mordía las uñas, sus dedos estaban rojos, como la carne poco hecha, también estaba un hombre viejo, se le notaba por la curvatura de su espalda, era como si cargara permanente un enorme saco de papas, sobre ese mismo lado estaba una chica joven, de unos veinte años con una larguísima cabellera que no dejaba de peinar, pero sin duda el que brillaba como un diamante era un hombre de grandes hombros que hacían ver su cabeza como un rasguño, un intento de cráneo. La noche sonaba a The end de The Doors.
Empezamos a comer. Yo me concentré en mirar el plato y parecer invisible. La rubia me miró, me dijo que Niro les había dicho que yo era una mentirosa compulsiva y que les había advertido que aunque parecía una mosca muerta era en realidad una avispa en busca de piel para picar. Eso me lo dijo mientras Mauro estaba en el baño. Yo me puse a pensar el por qué Niro había mentido, que le había hecho yo para que diera esa versión tan canalla sobre mí. Oculté mi cara. El siguiente en increparme fue el chico de los botones, dijo que todos los de esa mesa sabían que mi marido tenía una amante y esa amante, casualmente era la mujer que ahora mismo estaba vestida de novia. Todos asintieron con la cabeza y patalearon haciendo un ruido parecido al de una motosierra. Yo quería huir, pero el viejo jorobado me agarró del brazo y me ordenó quedarme. Empecé a llorar, el de las uñas rojas me pasó una servilleta de tela que tenía una pequeña gota de sangre que salía de sus uñas enanas. Mauro no aparecía. La chica Rapunzel empezó a reírse y su risa sonaba a un trueno, sacó su móvil y los otros posaron, me rodearon, hacían unas muecas horribles. La chica no paraba de hacer fotos. El señor de los hombros enormes anunció que Mauro venía hacia la mesa, callaron y alejaron la vista. Mauro se disculpó por la tardanza, resbaló sus dedos sobre mi espalda y me preguntó si mis compañeros de mesa me habían hecho pasar un buen rato. Todos rieron, todos se guiñaron el ojo. Yo me sentía como si alguien quisiera asfixiarme con una almohada, quise pedir ayuda, gritar, pero solo alcancé a balbucear como un bebé que no es capaz de decir que no quiere más papilla. A lo lejos vi a Niro, él me miró, gritó mi nombre, me levanté de la silla, el resto de los invitados me miraron esperando algo, él era todo un divo, sonreía y se arreglaba el pelo para aparentar ser Elvis Presley, juntó sus manos, dibujó una ametralladora con sus encorvados dedos, me disparó, soltó una risita, y comenzó el baile nupcial.