Don Pedro
Cuando salía a recorrer las calles del pueblo de Tzitzio la gente le besaba la mano y le gritaba don Pedro como si al decirlo un conjuro mágico los convirtiera en familia.
Pedro era un médico homeópata que había aprendido el oficio de un cura. Tenía un pequeño consultorio en su casa, como todo consultorio que se precie, tenía una pequeña sala de espera. Mientras no había pacientes don Pedro leía el periódico o un libro si se le atravesaba por el camino. Los paseantes que lo veían a través de la ventana de su consultorio le gritaban desde afuera «Buenos días, don Pedrito. Buenos días don Periquín. Buenos días don Perico» había un silencio y otro saludo, y otro, y otro, así corría el tiempo entre saludos, consultas y lecturas interrumpidas. Para sus adentros don Pedro se decía «Qué pinche saludadero».
Los primeros enfermos llegaban a las ocho y cuarto de la mañana, don Pedro ya sabía el diagnóstico con solo verle los pelos y las manchas de los dientes.
—A ver dígame qué le pasa.
—Don Pedrito ayer lo volví a ver.
—¿A quién?
—Pues a quién va a ser, al Colorado.
—Ahhh el Colorado.
Dentro del consultorio tenía una galería de frasquitos de vidrio de distintos tamaños, las fragancias iban desde el romero hasta aromas más dulces que recordaban las palanquetas masticadas por los niños de la plaza. Todas las recetas las hacía en su vieja máquina de escribir Remington. La mecanografiada de cada receta era escasa, y es que don Pedro era hábil con los dedos.
—Te doy este frasco. Tómate tres gotitas cada mañana
—¿Qué lleva?
—Extracto de ruda y de romero. Vas a ver que te vas a sentir mejor. Y si vuelves a ver al Colorado, estáte tranquilo que me han dicho que no hace nada, solo asusta.
Don Pedro era un hombre que se olvidaba del decoro a la hora de hablar, pronunciaba las malas palabras con humor y no tenía reparos en regañar a la gente por descuidar su salud o en decirles que su enfermedad no tenía remedio. El discurso lo decía mientras fumaba sus adorados cigarros El Pardo. Tal vez por esa misma sinceridad los habitantes de Tzitzio acudían a su consulta, si don Pedro no los podía curar, entonces nadie más lo podía hacer.
Don Pedro tenía arrugas alrededor del cogote, su pelo era ondulado como los aros de humo del cigarro y su nariz tenía forma de corazón. Nació en 1908 en el cerro de Trinidad, pero realmente donde creció fue en la iglesia. No fue a la escuela, pero los curas se encargaron de que aprendiera a leer y escribir.
El pueblo tenía una pequeña plaza donde los niños correteaban y los enamorados se daban el sí, la iglesia reunía a la gente los domingos y una escalera de ciento treinta escalones daba la bienvenida a la loma donde vivían el resto de los tzintzences que no cabían en las casitas pintadas de rojo y blanco que estaban construidas cerca de la iglesia.
Ciertos días, un fantasma blanco como los granos de maíz se apoderaba de las noches, le gustaba pasear por el río y gritar «¡Ay mis hijos!» Su voz era aguda, un lamento prolongado, un sollozo como el de un niño que ha sido despojado de su helado, otras veces cuando el fantasma blanco descansaba, aparecía otro con la cara colorida, llena de surcos como si hubiera sido baleado por un vaquero gringo.
Al día siguiente a la aparición, una bola de enfermos hacían cola para ser atendidos por don Pedro. Algunos llegaban incluso a los golpes con tal de ser los primeros en ser atendidos, otros hacían negocio y vendían su lugar en la fila.
Los síntomas más comunes de los enfermos de susto eran los ojos saltones, los labios agrietados y la falta de apetito.
—Don Pedrito deme algo
—Mujer, no te apures. De un susto no te vas a morir.
—A ver, ese pinche fantasma, ¿qué te hace?
—Yo no me dejo que me haga nada, cómo cree, pero es que me mira, es como si me conociera.
Una pausa prolongada y una carcajada ruidosa como el motor de un tractor de don Pedro hacían que el supuesto enfermo se sintiera tonto por tener miedo a los fantasmas.
Entre los habitantes del pueblo circulaban un gran número de historias. Que se aparecían los jueves y sábados, que el fantasma blanco tenía el pelo ondulado y plateado, que se bañaba en el río, que el Colorado tiempo atrás había sido un pistolero que había muerto jugando a la ruleta rusa y que su alma no estaba conforme con la vida como muerto, que ambos fantasmas solo asustaban a los sagitarios.
Un campesino contó que vio al Colorado un jueves a las cuatro de la mañana mientras salía de su casa para empezar la jornada laboral, que lo llamó por su nombre y que su aliento recordaba el olor a carne podrida.
Así transcurrieron los años. Desde niños hasta ancianos aseguraban haberlos visto caminar y gritar por las calles empedradas o por el río chiquito donde se bañaban los los niños.
A los ochenta años, el viejo don Pedro que había fumado más cajetillas de cigarros que el mismísimo vaquero de Marlboro, se cayó y la vena femoral se le taponó, a esa pierna ya no le circulaba la sangre y se la tuvieron que amputar. Despertó después de la cirugía y fue tal la impresión al ver que le faltaba una pierna que murió del susto.
Tiempo atrás le había confesado a su nieto Juan que en las noches apacibles de Tzitzio se convertía en fantasma, recorría las calles empedradas y cruzaba el río en busca de alguien a quien asustar.