D.F. BCN
Camino por la calle Balmes
y mi nostalgia
me hace recordar las calles
del centro histórico
de la Ciudad de México.
Recorro hambrienta
su amplitud y rectitud
compro con entusiasmo
esa nostalgia,
la imagen
me traslada
a una ciudad
que dejé doce años
sin visitar.
Su sonoridad es tranquila
en comparación al monstruo defeño
que se alimenta de los claxons
de los microbuses,
coches particulares
y de los vendedores ambulantes
que con su verbo
convencen a los peatones
de una compra inmediata.
Me asombro de la perfección de su trazado
la recorro con la vista
parece infinita,
no lo es,
recorro
contemplativa y apurada
sus cuatro kilómetros
de baldosas en forma de flor
y
sus árboles frondosos
custodiados por unas jardineras
habitadas
por hierbas de un verde trébol.
Me río cuando veo un cartel
que anuncia bollería
sin gluten
sin azúcar
sin grasas
sin…
y la comparación con México
es inevitable,
un país que presume
de sus panes azucarados y llenos de gluten.
Observo los balcones amplios,
adornados con flores
los enormes ventanales,
los vitrales multicolor
me imagino
a los señores y señoras burguesas
del modernismo catalán
busco guiños al estilo kitsch
de los mexicanos adinerados.
Aguardo mis ojos
para ver el espectáculo de un cielo
azulgrana
que sirve de marco a una calle
habitada,
curiosamente
por clínicas privadas,
peluquerías de perros
y de viejos conserjes que trabajan
como guardianes de edificios,
símbolos de una ciudad
reconocida por su arquitectura
que hizo de Antoni Gaudí
marca registrada.
No sufro,
siento dicha
de caminar por una calle
que me hace recordar
a la capital de un imperio
que hace siglos
se pronunciaba
Tenochtitlan.