Cumpleaños de la abuela
Mi abuela comienza su día mordiendo una galleta horneada del día anterior, se queja de la receta de la vecina y hace un lanzamiento legendario para arrojar la amortajada galleta al bote de la basura. El resto de las galletas se las tira a las ardillas y se sienta en su agrietada silla que la ha acompañado durante treinta años.
Su vestimenta de herrero de la edad media hace juego con sus musculosos dedos de la mano izquierda, que suele utilizar para peinar su pelo, color rata de laboratorio. La mano derecha la utiliza para agarrar un diminuto espejo que refleja sus arrugas, unos pliegues similares a los del pavimento de la calle de enfrente de casa.
Mis padres se empeñan en visitarla todos los domingos. Tengo que hacerlo, por una extraña razón, los hijos deben de obedecer a los padres. Mi madre me peina con tres kilos de gel verde marciano, me pone un chaleco tejido, —de la colección que me regaló la vecina — y me obliga a bolear mis zapatos ortopédicos.
El saludo de bienvenida de mi abuela es un pellizco de cachetes, el rojo que me produce tal apretón me dura por lo menos quince minutos. Estoy obligado a sonreír permanentemente e intentar no mirar a la abuela para que no vuelva a tratarme como masa de pan.
Sentarnos a comer es como ver una película de suspenso, en cualquier momento mi abuela puede sacar una sopa viscosa con olor a aliento de vampiro que ha bebido un litro de sangre.
Exactamente a las cuatro de la tarde me depositan en un sillón de apariencia suave, suave por esa película de pelos que han ido dejando los veinte gatos que han pasado por ahí. Tengo prohibido jugar, así que lo más divertido que hago es contar los pelos de un gato que se lame todo el día el cuerpo.
Cuando cumplí ocho cumpleaños, mi abuela decidió que la felicidad de un niño es equiparable a recibir la primera edición de El siglo de las luces de Alejo Carpentier. Me vi señalado por esa mujer que decía en tono de carnicero a punto de despachar un bistec que me sintiera agradecido, había gastado todos sus ahorros en mí.
—¡Dame un beso grande!— dijo, mirándome los dientes que olvidé cepillar.
La boleta de calificaciones es un tema que le encanta escarbar a mi abuela. No sé por qué razón mis padres han decidido que es bueno compartir los resultados de mi año escolar. Mi madre desaparece en la cocina, mi padre busca herramienta para arreglar no sé qué cosa y a mí me dejan en el comedor con mi abuela que con mirada de entrenador de boxeo me exige sacar la boleta y declamar cada una de mis calificaciones. La única razón por la que tengo buenas notas es por la cita que tengo con esa mujer que dice que su hijo —mi padre— a mi edad, tenía mejores calificaciones que yo.
Hoy es el cumpleaños de mi abuela, mi madre ha hecho el pastel. Este día es el único día en que mi padre me obliga a darle un abrazo de más de cinco segundos a la abuela.
Soy el encargado de darle su regalo. Si hago esto sin hacer pucheros, mis padres me regalan un coche a control remoto.
Mi madre se siente muy orgullosa por haber horneado el pastel, me pide que vigile que ninguna mosca se pare encima del betún. Yo recargo los brazos sobre la mesa y asusto a las moscas con el poder de mi aliento. Por fin mis padres y una vecina, (amiga de mi abuela), se sientan en el comedor y empiezan a cantar la canción de feliz cumpleaños, prenden las velas y le insisten a mi abuela para que pose para la foto. Como todos están distraídos, me voy debajo de la mesa en busca del gato, él me maulla a modo de pelea, lo agarro de la cola y empiezo a zarandearlo, se me atraviesa el mantel de la mesa y lo jalo con todas mis fuerzas, desbarato la mesa y al instante escucho los chillidos de mi abuela que me persigue por todo el comedor. Como medida de distracción agarro un trozo de pastel, se lo unto en la cara y en el cabello, y me escapo de esa cárcel que tiene como dueña a mi abuela.