Boyhood
Mi hermano y yo
Boyhood
Mi casa era el salón de eventos a precio popular de las fiestas de la familia de mi padre. Todo aquello que merecía ser celebrado pasaba por las ollas y sartenes de mi madre.
Mi padre era el promotor de nuestra casa. Que se viene el cumpleaños de la abuela, pues en la casa, que el primo va hacer la comunión pues en la casa, que toca celebrar el Año Nuevo, nuevamente en mi casa. Mi padre promovía y mi madre ponía cara de ya basta, no puedo más, que alguien me ayude.
En las fiestas decembrinas era riguroso el recalentado al siguiente día. Después, hartos del encierro y el empacho, salíamos a dar un paseo, los adultos alquilaban motos y hacían un circuito por la colonia, íbamos al parque o a mirar los aviones que salían del aeropuerto, cualquier excusa valía para que el aire nos diera en la cara y para que la comida se revolviera dentro de nuestros intestinos ligeramente llenos.
En una de esas salidas fuimos (tíos, primos, padres, hijos…) a visitar a mis bisabuelos paternos que vivían en la colonia Oriental, al oriente de la Ciudad de México. Nos apretamos en un carro como si fuéramos sardinas metidas a empujones en una lata vieja olvidada en una tienda de ultramarinos.
Nos bajamos del carro. Mi madre salió por una puerta y mi hermano Carlos, de cuatro años, se adelantó y salió del otro lado, cuando mi madre salió a ver donde estaba, mi hermano simplemente había desaparecido. Mi madre estaba que se le salían los ojos, por ese tiempo se empezaban a escuchar historias sobre bandas de robachicos y los adultos pensaron lo peor. Pasaron varios minutos de incertidumbre. Supimos de Carlos cuando escuchamos «¡Auxilio, que alguien me ayude, auxilio!» se había caído dentro de una coladera que alguien había dejado sin tapa. Mi hermano no la vio porque era de noche. Rápidamente mi padre y tíos hicieron maniobras para sacarlo. Por fortuna la coladera no era muy profunda y con un poco de fuerza fue fácil sacarlo. Sus zapatos estaban asquerosamente mojados, pero él estaba bien. Yo vi toda la operación desde lejos, con los ojos muy abiertos y la boca como si se hubiera detenido en la letra a, pensando en la posibilidad de que mi hermano se quedara dentro de la coladera eternamente y se convirtiera en un niño de la calle que vive en las entrañas de la ciudad.
Yo tenía un año más que mi hermano, pero era consciente que si perdía a mi hermano, se me vendría el mundo encima, perdería a mi compañero, a mi cómplice en las travesuras, ya no tendría a quien robarle los dulces de la bota navideña, a quien estropearle los juguetes recién dejados por los Reyes Magos, ni con quién hacerle al científico intentando incubar un huevo con el calor de las cobijas, ya no tendría con quién jugar a las escondidillas en ese coche viejo que mi tío Fili había dejado en nuestro garaje...
Cuando vi la película Boyhood de Richard Linklater, toda mi infancia pasó delante de mí. La historia era muy diferente a lo que habíamos vivido mi hermano y yo, pero había algo que hizo que conectara con mi infancia y con la de mi hermano. En la película se cuenta la historia y adolescencia de Mason que va desde los seis hasta los dieciocho años. Mason se parecía a Carlos, él también era risueño y divertido, pero de adolescente se convirtió en un chico callado que no sabía hacia dónde ir.