Con unos pasos casi elásticos llegué a La Barceloneta. El libro choncho, la guía turística, decía que el barrio era peculiar porque era un lugar de pescadores.
Los edificios lucían viejos, pero con el encanto de lo cotidiano, los tendederos, símbolo universal de la rutina lucían agotados, los guiris que paseaban por ahí tenían una gran capacidad para beber cerveza, y las gaviotas demostraban su gran capacidad para clasificar la basura entre la comestible y la que no.
Los vecinos se distinguían porque conversaban entre ellos sobre la compra, la economía, el gobierno y sobre todo de fútbol, no prestaban mucho atención a los extranjeros de camisas hawaianas, sandalias y toallas playeras y los extranjeros no prestaban mucha atención a la iglesia de la plaza, a la biblioteca del barrio o a los bombonas de butano que se asomaban detrás de las cortinas de los balcones.
Mientras caminaba mi nariz se entretenía con el olor a pescado que salía de cada restaurante del barrio, pero mis ojos descubrieron un recuadro azul, ese recuadro azul se hacía cada vez más y más grande hasta convertirse en una franja. Achiné los ojos, me paré en seco e intenté descifrar el paisaje. Estaba llegando al mar.
Crucé la calle con precaución, me acerqué a la barandilla que separaba la tierra del mar, y o primero que contemplé fue que el cielo y el mar se confundían, formaban una enorme pared azul, un azul que borraba el vuelo de las gaviotas, el viento era suave, insuficiente para mitigar el sol de agosto, pero suficiente para tener algo fresco en la nariz y detrás de las orejas, las olas estaban algo perezosas, tímidas, la arena era gruesa como el azúcar moreno, miré a los tumbados que se freían agusto bajo las llamas del sol, también me fijé en los trajeados que recién salían de la oficina y que se les veía el sudor de las axilas, y en los hombres que corrían sin camiseta y en los que con trote ligero y con ropa holgada comenzaban su lucha contra los kilos.
Seguí caminando. Encontré unas bancas de cemento cerca de la orilla del mar. Me entretuvé mirando a los que entrenaban en un gimnasio que estaba al aire libre. Perdí el interés cuando me di cuenta que había poco ejercicio y mucha pose.
Antes de llegar a Barcelona, vivía en Morelia, símbolo del colonialismo español, no por nada se le llamó la Nueva Valladolid, allí lo que hay son rocas volcánicas, —cantera— y con esas rocas durísimas se construyeron desde catedrales hasta acueductos. Lo que no hay es playa.
En las poquísimas ocasiones que pude ir al mar, fue para visitar a una tía que vivía allá por el Golfo de México, en Veracruz. Una vez fuimos a verla algunos miembros de la familia y cuando digo familia me refiero a que éramos nueve personas dentro de un vocho. Un tío, mecánico de oficio, había quitado el asiento del copiloto para que entraran en ese espacio dos personas, una de ellas era yo, me acomodé en un rincón ridículo donde mis articulaciones supieron lo que eran doblarse, otro tío tuvo que modificar el tamaño de sus piernas —mide 1,80— para poder sentarse sin molestar al conductor. Los primeros treinta minutos de viaje fueron divertidos, todos nos mirábamos con sonrisas cómplices, orgullosos de nuestra odisea cirquera, después la odisea fue quitarle centímetros al compañero de al lado. Llegó un momento en el que yo tenía la cabeza donde se supone que tenían que estar las piernas y las piernas donde debería estar la cabeza. Podía ver cuando el conductor aceleraba o frenaba, mi cabeza estaba al lado de los pedales del acelerador. Mi tío, el alto, hartó de recortar sus piernas, pidió al resto que se organizaran y lo dejaran sentarse a lo ancho del vocho, sus piernas estaban apoyadas en las de mi abuelita, en las mi papá y en las de mi mamá. Alguien muy observador se dio cuenta que el único que se la estaba pasando bomba era el conductor, así que convocó rápidamente una asamblea y se votó a favor de que cada equis tiempo se cambiara al conductor designado. Finalmente, mi tío, el alto, pudo estirar sus piernas; el gusto le duró poco porque nos agarró una tormenta y el limpiaparabrisas subió al reino de los cielos. El tío mecánico, intentó poner a prueba sus años de experiencia detrás de los motores, pero no lo logró, así que el tío, el alto, hartó de sufrir las penurias del viaje, echó a volar el ingenio, me pidió que le quitara las agujetas a mis tenis, yo lo hice sin entender de qué iba el asunto. Amarró una agujeta a cada uno de los limpiaparabrisas, de manera que si jalabas la agujeta hacía que se limpiara el vidrio. Mi tío lo jalaba de un extremo y yo del otro, así estuvimos hasta que finalmente llegamos a Veracruz.
Ya era de noche. Todos no estiramos, tronamos los huesos y acomodamos la cadera. Mi tía se rió y nos regañó suavemente, nos dijo que era una barbaridad lo que habíamos hecho. Nuestra hazaña fue recompensada con unas frondosas garnachas y la promesa de que mañana por la mañana, muy tempranito, veríamos el mar.